Hace unos días asistí a un debate ciudadano espontáneo sobre
la conveniencia o no de poner en marcha explotaciones mineras en varias
localizaciones de la provincia de Ávila. Dos ciudadanos, bienintencionados
ambos, exponían sus argumentos encontrados. Por un lado, se advertía de las
molestias, riesgos ambientales y de salud que traerían consigo estas
gigantescas intervenciones; por otro se aseguraba que habíamos de confiar en
que las preceptivas autorizaciones administrativas que las acompañaban garantizaban
su inocuidad, por lo que no se debía albergar preocupación. Además, se ponía
sobre la mesa que se trataba de una oportunidad que traería actividad y
contribuiría al desarrollo de la zona.
Decidí no intervenir porque hay conversaciones que no
conducen a la reflexión compartida, sino a la confrontación de pareceres
opuestos y a la autoafirmación de posturas irreconciliables.
Mi opinión al respecto es clara y por supuesto personal,
pero no me resisto a compartirla.
Desde mi punto de vista, ambas posiciones tienen algo de
razón. Indudablemente una mina a cielo abierto genera, como poco, molestias a
la población, afecciones al paisaje y daños al ecosistema, como también es
cierto que con las medidas preventivas oportunas seguramente ese impacto se
puede mitigar notablemente, pero creo que no es esa la cuestión.
La pregunta a la que verdaderamente debemos dar respuesta es
si cada una de esas explotaciones mineras es la mejor alternativa de desarrollo
para ese territorio, sus gentes y su economía.
El reto al que se enfrentan los líderes políticos y sociales
de un determinado espacio geográfico no es sólo enjuiciar las bondades,
limitaciones y consecuencias de iniciativas de uso y ocupación del espacio
promovidas por terceros. Por el contrario, la función esencial de estos
servidores públicos es abanderar procesos de debate, participación pública y
decisión que definan e implementen planes de actuación territorial que tracen el
futuro y den respuesta a las necesidades económicas, ambientales y sociales del
territorio en cuestión.
La ausencia de metas e ideas, la debilidad de las políticas
de desarrollo o la falta de liderazgo abren la puerta a este tipo de propuestas
que se convierten en callejones sin salida que no satisfacen a nadie, pero que
chocan frontalmente y malbaratan las oportunidades del modelo existente.
Hasta ahora las bases sobre las que se cimenta el desarrollo
de estas comarcas rurales abulenses, amenazadas por la despoblación, pero que
disfrutan de unos valores patrimoniales relevantes y una belleza paisajística
notable, son –de manera muy sucinta- la agricultura y ganadería (en razonable equilibrio
entre intensivas y extensivas), industrias agroalimentarias relacionadas con
las mismas, las actividades turísticas y residenciales y los servicios
asociados a ambos sectores.
De manera sensata y coherente, las administraciones públicas
han apostado por potenciar variedades y razas autóctonas que aportan valor
añadido a la ganadería extensiva o a la agricultura, la puesta en valor de
activos turísticos y patrimoniales, cultura,
gastronomía, naturaleza o tradiciones locales para consolidar y
diferenciar un producto turístico rural de indudable atractivo y singularidad.
La actividad minera a cielo abierto nada tiene que ver con
lo conocido, nada tiene que sumar a un futuro mejor y en cambio cercena de un
tajo la ocasión de que generaciones más lúcidas de gobernantes piloten un plan
más ambicioso para estos valles abulenses.
Si hemos de cambiar de paradigma, debería explicarse cuál es
la estrategia que sustituirá a la actual, consensuarla y situar en ella las
actuaciones mineras que ahora surgen como elefante en cacharrería. Tal vez haya
una lógica en este aparente puzle desnortado.
Si por el contrario no se trata de un cambio de modelo,
explíquese cómo la minería va a mejorar el atractivo turístico, la ocupación de
los alojamientos rurales, incrementar el valor de los inmuebles de las zonas afectadas,
qué aportará de bueno a la dieta de las avileñas negras ibéricas, cómo contribuirá
al éxito de nuestras romerías, fiestas o tradiciones, a realzar el interés de
las ermitas o arquitectura popular o sublimar la pureza del agua y el aire
serrano.
Por mi parte, si sabéis contar, para poner minas, ¡NO
CONTÉIS CONMIGO!.